DOS VECES
Llegó a mi consulta de psicóloga una tarde de martes del mes de diciembre y no pude dejarlo fuera de mi puerta. Hacía años que no lo veía, pero conocía muy bien su historia. Su semblante se mostraba abatido y necesitaba que lo escuchara. Le señalé el diván y muy paulatinamente se tumbó con la mirada hacia el techo. Gracias a los años vividos y a las marcas en mi rostro, yo sabía reconocer el color y las nefastas consecuencias del amor que, cuando se despide de ti, te consume el alma, como hace el fuego con la leña y devora el corazón, como un gusano devora su manzana.
—Adelante, Pedro, hace tiempo que no le veo, póngase cómodo –le dije y lo dejé entrar para que empezara a sacar de sí lo que guardaba dentro.
—Hace solo un mes la perdí y no hay manera de volver atrás, de recuperarla. Se ha marchado de mí para siempre —me confesó sollozando.
—Bueno… ¿qué ha pasado que no puede comunicarse con ella? –precisé yo para desenmarañar el ovillo en el que estaban envueltos sus pensamientos.
Pedro era un hombre pacífico y amable y pocas veces se había enamorado durante su vida. Como los de su quinta, había formado una familia y jurado amor eterno a una novia guapa y de pelo rubio que había visto en el aparcamiento del supermercado, cargada de bolsas y paquetes bajo la lluvia. La había ayudado a llevar su pesada carga y le había preguntado su nombre. Desde entonces todos los jueves era ella quien lo esperaba en el umbral de la entrada, como si lo conociera desde siempre. Nunca hubiera pensado en casarse con ella y perderla en tan pocos años de matrimonio con un hijo que criar.
Pensaba que la vida no le iba a dar otra oportunidad, tampoco la buscaba. Por su educación, evitaba compartir sus debilidades con amigos o con su hijo. A pesar de aparentar una vida repleta de satisfacciones, ayudó a una chica italiana, Cristina, que necesitaba de un profesor por Skype para practicar y mejorar su español, por si su jefe la llevaba a España para solventar un negocio casi recién logrado.
—A ver, Pedro, por dónde empezamos…—le dije con ternura.
Como un rápido tren en su andén, empezó a contarme lo que me había perdido de su historia…
Había quedado, por fin, en encontrarme con Cristina en un hotel el miércoles de un día soleado, a las dos —empezó a relatarme—. Llevaba una hora esperándola y estaba nervioso. No paraba de mirar el reloj ni quería asomarme a la ventana para que nadie viera mi cara impaciente e intranquila. Sin tener un plan preciso deambulaba por la habitación, me miraba en el espejo del cuarto de baño y volvía con el pensamiento a las primeras horas de la mañana cuando me estaba afeitando y mis ojos no dejaban de prestar atención a la cuchilla. Mi piel tenía que estar más suave que otras mañanas. Le dije que me afeitaría dos veces para no arañarla esa tarde a finales del otoño, mientras ella tenía pensado en dejarme a principios de noviembre. Ese día me había puesto un jersey azul con una camisa de rayas blancas y grises, y llevaba una rosa roja en la mano izquierda, soñando con regalársela en vivo. Antes de nuestra primera cita concertamos que yo llevaría una rosa roja entre mis manos y ella vendría con la chaqueta azul que yo le había regalado. A pesar de eso, todo me intranquilizaba porque no sabía si esa diosa me llevaría al cielo o a la oscuridad del inframundo. En la penumbra de mi habitación buscaba el mando a distancia para que un telediario me ayudara a pasar el tiempo. Y, mientras ella paseaba por el centro de Sevilla, yo aguantaba el aire enrarecido de mi habitación, que marcaría para siempre mi presente. La imaginaba mientras visitaba la catedral o deambulaba entre el gran número de puestos en la plaza de la Virgen. Cada uno ofrecía su mercancía a los turistas que la llevaban a sus países como si fuera una reliquia de familia, mientras esos vendedores temporales lograban deshacerse de esas baratijas que les llenaba almacenes y sótanos en su casa. A pesar de la impaciencia que tenía, no habría soportado un rechazo de ella, sino que habría preferido esperar todo el día y toda la noche para guardar esa ilusión que me llenaba el alma y el corazón. Llevaba años ya gozando del sosiego de la jubilación y de la seguridad de tener un hijo educado y trabajador, pero echaba en falta a alguien a mi lado, porque los hijos se van y no te necesitan cuando se hacen mayores. Y, ahora, usted se estará preguntando por qué ponía en riesgo mi estabilidad mental por una italiana a la que ni siquiera sabía si le gustaría. ¿Por qué a mi edad y por qué con ella, cuando lo tenía todo arreglado?¿Qué tenía ella más que las demás mujeres? Para mí, ella era la personificación del Amor, era dulzura y belleza, las que yo había perdido y añoraba ya hacía años.
Sentado al pie de la cama, miraba la cortina que movía una suave brisa. La había dejado abierta porque el cambio costante del aire rebajaba mis latidos que habían aumentado. Inmerso en estos pensamientos, oí un golpe a la puerta de mi habitación que provocó que yo descabalgara de la bóveda celeste en la que estaba metido sin remedio. Me asusté, tomé conciencia de quien era y sentí un escalofrío en mi espalda. Llamaban a mi puerta. Sí, a la mía. Mi voz no salía. Llamaron otra vez y no tuve otra opción que abrir. Me acerqué muy despacio, como hace un gato cuando acecha a su presa, y rocé la manivela de la puerta. Casi podía oir su respiración y su olor, pero quise que su imagen me apareciera poco a poco…: un pie, una pierna, media cara, un ojo y por fin una ancha sonrisa de oreja a oreja…
—¿Me dejas entrar? —fueron sus primeras palabras.
Sus ojos marrones se clavaron en los míos, azules, y fue allí cuando el cielo se despejó, el bullicio de la calle se apagó y un olor de vainilla se extendió por mi habitación. Desde entonces no me arrepiento de nada. Volvimos a vernos una y otra vez y en cada encuentro nos olvidamos de ser dos desconocidos. Flotábamos en una nube del cielo en la que estaba mi alma y su cuerpo, mi dulce mirada y la tibia piel de ella, mis ojos azules y sus labios rojos. Transcurrió un año y medio sin señales de cansancio o malentendidos, o eso fue lo que yo creía vivir, hasta que una noche acurrucada en mi espalda en el sofá de mi chalé me susurró al oído que cuánto duraría todo esto. Yo le contesté, casi sin pensar, que no sabía cuánto duraría esta situación de sentir que estaba flotando y deambulando por las nubes, pero que, si le era sincero, me gustaría que durara siempre, porque esa sería la garantía más inequívoca de mi absoluta felicidad.
Hicimos el amor y nos dormimos hasta que el sol caluroso de julio nos despertó con hambre y ganas de salir.
—¿Por qué no me llevas a la playa a bañarme? Me encanta ver como las olas se rompen en la orilla– me propuso.
—Sí, tesoro, yo también tengo ganas de tomar el sol contigo —le respondí ilusionado.
Nunca me había gustado echarme en la arena porque guardaba tristes recuerdos del mar en general y de los ríos en particular. Pero con ella todo era maravilloso. La miraba obnubilado. Era solo mía. En cambio, a ella, el mar la llevaba a recuerdos felices de su infancia y me encantaba ver como su cuerpo se estremecía dentro del agua mientras el sol iluminaba su cara. Era feliz. Ella estaba conmigo. ¿Qué más podía desear?
Se acercó a mi cuerpo con su bikini naranja y verde que había traído de Milán y sentí sus labios mojados sobre mi cuello. Sus manos frías jugaban con mis dedos, nadie podía arruinar ni nuestra ilusión ni nuestra alegría, ni nuestro amor, porque juntos éramos más fuertes, más fuertes que nadie. Sin embargo, la realidad es cruel y el miedo a perderse derrumba todos los logros y objetivos que deseamos.
—Pedro, necesito tiempo para estar sola y reflexionar sobre nuestra relación. No aguanto más y el problema no es tuyo, te lo juro, es solo mío. Por favor, te pido que no me busques, que no me llames y que no vengas a visitarme durante un tiempo. Quiero estar conmigo misma un mes o dos…, no sé.
—Pero, cariño, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás diciendo eso? ¿He hecho o dicho yo algo que te haya molestado? ¿No sabes que te quiero mucho y que sin ti no sabría vivir? —repliqué al no comprender nada. Estaba en un bucle y el sol se había eclipsado.
—Pedro, por favor, no lo hagas más complicado y menos hoy que es nuestro último día juntos. Eres un Encanto de hombre, pero lo que echo en falta es el tiempo –añadió sin mirarme en la cara.
La acompañé al aeropuerto y la vi mientras facturaba su maleta detrás del cristal de la entrada. Volví a casa como un robot y esperé a que me llamara y explicara qué le estaba pasando, pero nunca volvió a comunicarse conmigo. La busqué, supe que se había marchado de Italia y nadie me dijo cuando volvería. Desde aquel entonces mi vida no tuvo sentido. Odié el tiempo, el mismo que ella necesitaba y yo rechazaba. Le escribí cartas y me abandoné a los recuerdos sin saber en qué día estaba, porque su presencia había trastocado mis coordenadas espacio temporales y había significado un giro copernicano total en mi existencia.
Como un tren que llega a su destino, Pedro terminó su viaje. Se despidió con la misma cara con la que había llegado a mi consulta. No podía ayudarlo. El Amor no vuelve dos veces en la misma vida, hay que esperar a una nueva. Sabía perfectamente que pensar al unísono y compartirlo todo la había extraviado de lo conocido y la había animado a buscar lo perdido. A mí hace tiempo me pasó lo mismo.




